LOS CRUZADOS

Paulo Licona

Entrevista: Felipe Rodríguez Gómez

EN

 

Llegué a eso creo que en 2004, porque la abuela de mi hijo, es decir, mi exsuegra, trabajaba en la Corporación Galán, que fue la que en ese momento se encargó del proceso de sistematización de la desmovilización. Mi función era hacer una serie de encuestas socioeconómicas y socioculturales, y recolectar datos básicos de los paramilitares.

A mí me dijeron “Paulo, mire, hay esto. ¿Le gustaría trabajar, viajar?”. Yo ya trabajaba como profesor, pero me pareció muy interesante la propuesta. Me acordé de otro artista que admiro mucho, Wilson Díaz, que decidió irse al Caguán por cuenta propia y ahí hizo una serie de videos en los que aparecía todo el grupo guerrillero bailando; incluso los vetaron una vez en Londres. 

Me pareció una oportunidad increíble de vivir en directo el conflicto, de conocer de primera mano las cosas, porque iba a ir a lugares desconocidos para mí y que son, de alguna manera, inaccesibles. Entonces dije de una vez que sí. Tuve un par de capacitaciones de cómo manejar los programas. Incluso recuerdo que el software que había aún no estaba bien diseñado y era muy precario porque todavía no existían los huelleros ni las firmas digitales, entonces todo tocaba escanearlo.

El primer viaje que hice fue a Tibú, específicamente a un pequeño corregimiento llamado Campo Dos, que se adaptó para que todos los desmovilizados llegaran. Esta era la segunda desmovilización que se hacía, y todo parecía ser como una prueba y error, por lo que había ciertas falencias y desorganización. En este caso era el bloque Norte, liderado por Salvatore Mancuso. Eran más o menos 1.800 humanos armados hasta los dientes. Se supone que el orden lógico de las cosas era que ellos entregaban sus armas y luego pasaban por mí, después por el DAS, posteriormente por la Fiscalía y por una cantidad de entes que estaban ahí, en una serie de oficinas a campo abierto. Pero no sucedió así.

 
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Estos manes llegaban a mi cubículo, que era una carpa adaptada en un peladero, lleno de mismises, que son unas garrapatas miniatura. Yo vivía bañado en Vick VapoRub, con un calor ni el hijueputa y una humedad tenaz, al lado del río Tibú. Los paramilitares pasaban con las armas encima, con botellas llenas de carne con aceite, micos trepados y otros animales; era una escena muy salvaje. De hecho, yo alcancé a estar en todo el despliegue de la llegada de ellos. Arribaban camiones y buses llenos de paramilitares, con helicópteros; esto era una especie de avanzada, así como en Rambo. En una de esas llegó Mancuso, obviamente en una camioneta supersofisticada, con sus guardaespaldas, con unas armas increíbles y vistiendo un camuflado impecable. 

Aquí hay una pequeña anécdota: resulta que entre las solicitudes de Mancuso, como un artista de la guerra o como un artista normal, no había llegado su camerino, que era un contenedor; entonces estaba disgustado por eso. Cuando llegó el contenedor, no tenía aire acondicionado, y como tampoco había llegado la lavadora, eso hizo que se retrasaran aún más las cosas. Se supone que ese primer momento en el que estuve tenía que durar una semana, pero realmente duró catorce días. Incluso me enfermé. Dentro de todo el personal que había, yo era el único artista; de resto eran todos abogados, sociólogos, politólogos o sicólogos, con unas posiciones un poco más cerradas y más godas frente a esto; de pronto había un par de fotógrafos. Una ventaja que yo tuve fue ver el problema del conflicto desde un lado más humano, en vez de tratar de parcializarme y juzgarlos. Uno escuchaba de boca propia unas historias muy tenaces.

Ahí, en esa primera ida, aprendí un resto; me parecía muy interesante tratar de generar un punto de confianza para que hubiera cierta inflexión sobre ellos, que pudieran ser sinceros y estar tranquilos. Eso estaba muy bien, pero al tiempo era muy hijueputa. Al llegar a Bogotá, después de esos catorce días, estaba vuelto mierda, enfermo, con el cerebro alborotado de ver una gente hecha mierda y de ver todo este tipo de rangos. Los oía hablar de dejar la guerra, pero hasta cierto punto dejarla no era tan chévere para ellos; la guerra, mal que bien, o más mal que bien, es un negocio que les permitía hacer muchas cosas. Recuerdo que esa llegada a Bogotá fue tenaz. Lloré muchos días, porque no entendía lo que pasaba.

A partir de ahí empezaron más viajes, unas jornadas de trabajo larguísimas de cinco de la mañana a nueve, diez o doce de la noche. Como les decía antes, el proceso fue supremamente precario, y casi análogo. Todo llevaba mucho más tiempo, y era obligatorio sacar todos los carnés para que al final, cuando se llevara a cabo la ceremonia de desmovilización, se les diera su carné, una ropita, una platica y suerte que te vi.

De ahí pasé a otra desmovilización en Tuluá, con el bloque que peleaba en el Valle del Cauca, norte del Valle y Cauca, que era una zona muy complicada. Ahí conocí a H.H., que me pareció una persona brillantísima, un abogado muy ilustrado. También conocí a gente muy extraña. Me tocó un caso particular, en el que uno de los desmovilizados, que era una especie de comandante, no tenía cédula. Su único documento era una American Express azul. Ahí empecé a entender el absurdo de la guerra. En Tibú, al no tener mucho tiempo para fotografiar, lo que hacía era anotar algunas cosas en una pequeña libreta, que infortunadamente perdí. 

Después de Cali fui a Santa Fe de Ralito, donde conocí a toda la cúpula. Hubo otra historia tremenda: cuando estábamos llegando al pueblo en el carro, en los postes había unos letreros que decían “Cuidado con los niños, tigre suelto”. Yo no sabía si el tigre era alguien al que le decían así, como un violador de niños o una gonorrea de humano, o si en verdad había un tigre que venía por la noche a comerse a los niños. Cuando nos bajamos del camión, efectivamente había unas jaulas con un pareja de jaguares que ellos tenían; la hembra estaba recién parida. En las noches los paramilitares hacían unos recorridos de vigilancia, y uno de ellos iba con un jaguar encadenado, caminando por Santa Fe de Ralito. Otra cosa que me impresionó mucho fue que el supermercado más grande de Ralito quedaba lejísimos, y para llegar había numerosos cordones de seguridad porque en esta “base” se había “firmado” más o menos el acuerdo. En este rancho o tienda había todos los tipos de whisky que uno se pudiera imaginar, a unos precios loquísimos por lo baratos.

 
 

Cada vez veía cosas más absurdas, al igual que situaciones bastante particulares, historias aterradoras, de muerte, de formas de castigo. Me enteraba de historias que iban a pasar, que realmente sucedieron, problemas del DAS y cosas por el estilo, así como de ciertas situaciones porque muchos lo que buscaban era desahogarse. Se supone que yo no debería estar contando esto, pero la verdad es que es un desahogo para mí también.

En medio de los viajes, viendo toda esta parafernalia de la guerra, hubo algo que me llamó la atención. Yo no tenía mucho tiempo de tomar fotos y llevé una cámara analógica a los Montes de María, uno de los últimos viajes que hice. Ahí fotografié varias de las botas de los paramilitares, que eran de caucho. Me gustaba la idea de no tener ni idea de quién eran las botas. Entonces empecé a divagar sobre qué era de verdad, qué era de mentiras, qué era ficción y qué no era ficción.

A mí me educaron de una manera muy libre y muy abierta, fui muy afortunado en eso. Pero cuando alguien más ve mi obra, mucha gente puede pensar que estoy haciendo una apología de la violencia, que soy utilitarista o que soy un izquierdista, como un Chávezchic, como un Timochic (risas), un guerrillo gomelo. Pero yo nunca pensé en eso, para mí lo más importante eran ellos. Mi manera de hablar y de acercarme a ellos fue superbonita, trataba de vestirme con una especie de disfraz para hacerlos reír, me ponía muchas camisetas como de amor o con mapas de Colombia que un amigo diseñaba. Trataba de romper el hielo, pero con buena actitud; por ejemplo, les decía que habláramos, les preguntaba cómo estaban, con qué soñaban, qué les gustaría hacer cuando salieran de aquí, cuando fueran grandes, y pues como algunos ya eran grandes entonces se cagaban de la risa. A veces las respuestas eran sinceras, pero también en ciertas ocasiones me ponía a pensar que todo esto podría ser una farsa, que de alguna manera estaba tan bien montado que todos estaban jugando el mismo juego. Es difícil a veces saber qué es verdad y qué es mentira, porque se vuelve algo muy abstracto; es decir, si yo les creo a 35 y sólo uno es el que tiene la verdad, pues los 34 restantes mienten… Entonces la mentira se transforma en verdad.

Viajé cuatro años, más o menos, hasta que en uno de los últimos viajes a los Llanos pasé por Puerto Boyacá. Esto era en San Miguel, mucho más allá de Puerto Gaitán, por trocha. Los paras que vi eran mucho más jóvenes que los otros paramilitares; la mayoría eran de 18 años, pero había varios de 17 e incluso de 16, me imagino que con papeles falsos. Me causó mucha curiosidad que tenían las uñas largas y pintadas de negro; algunos tenían media uña pintada y la otra no. Yo me sorprendí bastante porque me parecían una especie de Rambo Queer o Rambo Drag Queen, no me imaginaba cómo se podían disfrazar de noche. Me puse a indagar y descubrí que esto tenía que ver con una práctica, un ritual un poco oscuro, en el sentido de que ellos no tenían realmente a nadie que los protegiera. Parte de su protección podía ser como la religión o su fe en Dios, Jesucristo, Yemayá o lo que fuera. Pero uno no se puede imaginar a Cristo con una AK-47 salvándoles el pellejo en el monte. Ahí entendí que ellos tenían que recurrir a otro tipo de prácticas, en las que su fe en esos espíritus tenía que ser incuestionable para sentirse protegidos. En este caso, había varios brujos, muchos de ellos del Putumayo, peruanos y ecuatorianos, que hacían este tipo de prácticas oscuras, de contras, previo el pago de un dinero. Estas prácticas consistían en que, dependiendo de cómo les pintaran las uñas, recibían ciertos poderes o ciertos atributos de la magia para que no los hirieran o no murieran en combate.

 
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Me contaban una cantidad de historias muy salvajes, en las que las personas flotaban o se hacían invisibles, que no les entraban las balas y que podían volver de la muerte. 

Recuerdo una historia que contaban de un paramilitar de Urabá. Tenía un aspecto absolutamente endemoniado y del cuello le colgaban muchos rosarios; yo no lo conocí, pero sé que la foto está por ahí, en algún lugar. Cuentan que lo mataron, pero que se salió de la tumba; entonces lo volvieron a matar y se lo llevaron bien lejos, pero él volvía y aparecía. La leyenda, por decirlo así, es que tuvieron que buscar brujos para poder pararlo. Él ya era el mismísimo Patas. Mejor dicho, ni el depredador, ni Bruce Willis ni Rambo lo podían parar, o sea, tendrían que haber montado tremendo escuadrón. Me pareció el mejor final porque literalmente tuvieron que volver a recurrir a problemas de santería para poder detenerlo. Eso ya estaba más allá de cualquier cosa inteligible para un humano. 

Tuve un grado de conciencia para decidir qué hacer con las fotos. Me dije: “Si muestro esto ahora, a qué estoy jugando: ¿a valerme de la guerra como un medio de pornomiseria para decir que estuve en la guerra, o realmente es un documento que vale la pena guardar y mirar qué pasa?”.

Preferí optar por la segunda opción. Entonces, durante once años, guardé las fotos, aparte de diferentes objetos que recogí del suelo, como intendencia militar, balas, cartas, un montón de cosas que ya no poseo porque me daba cierto terror conservarlas. 

Con el tiempo comprendí que parecía ser más documental y también por otro lado empezó a tener un carácter más místico, pensando en el arte mismo, en algo inteligible. Pensándose desde un problema de la humanidad en guerra, desde un problema de género también. Un militar ve a su hijo con las uñas pintadas y pues ya es un remaricón, pero si va a la guerra con las uñas pintadas es un varón.

Luego de esos once años decidí mostrar las fotos, pero puestas en una situación muy oscura, organizadas de un modo muy particular; incluso realicé una serie de afiches. Encontré una coincidencia muy particular, y fue la dualidad entre Jesús y Satán: ambos nombres tenían cinco letras. Comencé a pintarme las uñas; la mano derecha era la mano de Dios, que era Jesús, y la mano izquierda era la de Satán. Me las dibujaba y luego me las cruzaba pensando en los cruzados. El nombre viene de las prácticas que hacían los cruzados en la Edad Media para matar en nombre de Dios. Ellos sentían que estaban protegidos por Dios y eso les daba el poder o la potestad para ir a matar a cualquier otro ser humano. Haberlas guardado y haberme esperado durante tanto tiempo permitió ese detonante, además de que generó una especie de reflexión icónica para el tipo de trabajo que he hecho. 

Estas prácticas también se hacían en Urabá, pero no por parte de todos los grupos paramilitares. Uno puede asociarlo al problema del sicariato, de yo mato y voy a ver a la virgencita o voy y me arrodillo en la tumba de Pablo Escobar porque él me va a salvar y no sé qué. Hay un montón de santerías muy oscuras en el país. Entonces, cuál es el problema de la fe en un Estado donde uno no tiene cuidado propio, a uno no lo educan para cuidarse sino para sobrevivir; eso me parece fuertísimo.

Un día, pasados seis o siete años, en el 2011, estaba con una amiga, periodista de El Espectador, y le conté mi historia; ella quedó perpleja y me preguntó por qué no se la había contado antes. Para mí, sí había una experiencia de vida, algo que pasó y ahí estaba, pero desconocía la relevancia de hacerlo público. Después ella me dijo que me podía hacer una entrevista, y luego la publicaron en El Espectador. Fue tenaz porque la entrevista apareció en muchos periódicos de todo el mundo, sobre todo de Latinoamérica. Lo mejor de todo fueron los comentarios. La gente empezó a publicar debajo del artículo “Uribe paraco”, “Paracos hijueputas”, “Qué bien que siga la guerra”, “Hay que matar a…”. Esto era una lluvia demencial de comentarios que nunca en mi vida había visto. 

Gracias a la entrevista, Juan Peláez y Adriana, los chicos de “Miami”, este espacio aquí en Bogotá, me invitaron y me dijeron: “Ven un día y das una charla”. Fue algo muy particular por la siguiente razón: después de que se terminó el proceso, a muchos de los desmovilizados los ubicaron en casas situadas en los lugares de Colombia a donde ellos quisieran ir. En Bogotá, específicamente, había una especie de refugios o albergues en Teusaquillo, en La Soledad o en el centro. Yo veía que ellos no hacían nada en todo el día, andaban en chanclas en un garaje, y yo cagado del susto porque eran paramilitares de los que yo todavía me acordaba, a los que les había visto la cara. De hecho, el día que fui a dar la charla, yo mostré las imágenes y los brazaletes que había guardado, las intendencias, las cartas y las fotos. 

 
 
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Lo que hicimos en la galería fue imprimir los comentarios de El Espectador en tamaño gigante y cubrimos todo el espacio con comentarios que decían “Paraco hijueputa”, “La guerra es lo mejor” o “La guerra es lo peor”. Llegó un montón de gente y yo empecé a contar la historia, un poco lo que estoy contando acá, y otras anécdotas, pero de repente, como a las siete de la noche, se fue la luz. Todo el mundo se espantó, todos se empezaron a acercar el uno al otro cagados del susto; además, yo estaba contando historias muy aterradoras y encima de todo había tres casas de paracos ahí al lado. Nunca pensé que pudiera pasar esto dentro del mundo del arte o dentro de un mundo crítico. En este punto yo ya no me sentía usándolos, sino poniendo una cantidad de problemas, simplemente por unas fotos de las uñas que empezaron a tener una potencia que no desconocía pero que tampoco podía volverlas una fanfarronería.

Puede existir la foto, que en sí es fuerte y habla de una experiencia, habla de unas manos, y son unas manos no más, unas manos de un campesino de unos quince años cuya herramienta de trabajo fue un fusil, pensando que la guerra es un trabajo, es un teatro en el que actúan muchos, y ese trabajo implica utilizar las manos. Eso no lo había visto. Por ejemplo, yo podía pensar que me iba a volver famoso, o que estaba usando a estas personas o que era un periodista documental, pero no, yo también tenía que reconocer el lugar desde donde lo estaba viendo, desde donde estaba hablando, y eso me costó tiempo; para mí, es lo más valioso. También es el hecho de la narración, porque puedo escribir esa experiencia y hacer sentir algo; estar ahí y contarla es lo que la vuelve más humana.

Los paramilitares en el monte tenían un sueldo, pero no necesitaban nada; además, no se podían ir. Había algunos que sabían que había plata pero que no podían usarla en el monte, entonces preferían cargarse un morral lleno de aguardiente, cigarrillos y hasta revistas porno. Un cigarrillo en la montaña costaba veinte mil pesos y un minuto de celular podía costar hasta cincuenta mil; había paramilitares que vivían de eso.

Conocí la historia de un para que duró dos años sin salir a descanso y logró ahorrar cerca de sesenta millones de pesos. Cuando salió, se encerró en un puteadero y pagó un mes para tenerlo para él solo: trago, mujeres, drogas... De ahí se fue directo para el monte otra vez. Jóvenes que empiezan a los trece o catorce años en el paramilitarismo y aprenden estas cosas. Parece que la adrenalina liberada a causa de los combates crece y crece, y después nada puede saciar ese gusto macabro de matar. 

Es una droga, pero es chistoso porque también es lo que se ve todo el tiempo. Podría pensar en una apología, pero lo que creo que es poderoso sobre estas fotos es que se empieza a ver un problema poético de fondo, mucho más metafórico, de las manos. Yo me limité a mostrar manos con unas uñas pintadas de negro, que se transforman en algo temeroso.

En esta guerra había de todo: mafia, barrio chino y bazuco. Por eso era muy chistoso ver un comunicado en el que decía “Mataremos a todos los jíbaros”, cuando los mismos paramilitares, sólo por olvidar y pasar su pena, o por pasarla bien, metían bazuco o cocaína y yo creo que hasta consumían brown-brown, una mezcla diabólica de cocaína y pólvora que se usó en Sierra Leona en los años setenta, que ponía a la gente en un estado ultraviolento. No la he probado, pero parece ser una mierda impresionante. 

Las fotos se han mostrado en muchos lugares. Yo saqué una serie de afiches grandísima, que ahora también van a estar en la revista; me parece muy bonito e importante compartirlas, más allá de que estén en un espacio expositivo. Si uno puede pensar en el periódico, la revista, que terminen en afiches colgados en cualquier casa, que sirvan para recoger la basura, hacer aviones o gorritos para obreros (risas). Digamos que eso fue un poco lo que pasó y que fue lo que me marcó de un modo bastante particular. Es algo que he interiorizado mucho.

 
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Hubo algo extraño y es que sólo había una chica que tenía las uñas pintadas. Me parecía muy raro, porque cuando preguntaba por ella y me contaban que flotaba y que las balas se detenían, era igual que en una película. Pero era extraño porque en la imagen, en las fotos, uno puede llegar a tener muchas dudas con respecto al género. Uno veía las manos y podía pensar que eran las manos de una campesina, que ha labrado la tierra y que tiene la mano pesada o grande, y otras muy femeninas, pero no, eran de hombres. Por eso las que yo mostré eran sólo de hombres, y estas inéditas que de pronto las podrán ver son interesantes, pero les quitan el matiz a las otras.

El sentido de protección es que no necesariamente tienen que cargar un fusil, sino que hay algo más. Los tipos de uñas dependían del contrato que se hiciera; ellos pagaban una plata para que les hicieran una contra que les diera todos los poderes, pero tenían que hacer sacrificios humanos para que el pacto funcionara, tenían que matar a alguien. Parte del negocio era que había que sacrificar a alguien para que esa persona lo cuidara. Dependía del pacto que uno quisiera hacer y del dinero que uno tuviera para hacerlo. Pero no era sólo cuestión de plata, sino también de coraje y de hacerse baños; había todo un ritual. 

Sin embargo, esto no es nuevo, es algo que ha pasado desde tiempos inmemoriales, desde las historias de los dragones. El rey siempre estaba acompañado de un brujo y de alguien que o ve el oráculo, ve la ciencia o entiende la medicina, alguien entiende lo que no se entiende. Las meretrices, los oráculos, todo esto es lo mismo, pero de otra manera.

Justo cuando estaba empezando a narrar la historia, les conté que Salvatore Mancuso sólo iba a dejar pasar a sus hombres cuando le llegaran el aire acondicionado y la lavadora. Él se cambiaba tres veces al día de camuflado: por la mañana llegaba con el cafecito, al mediodía con el moradito y por la noche con un camuflado gris o negro. Un día yo tenía un pedazo de papel y le dije que me regalara un autógrafo.
De pronto para muchos es como si yo lo pusiera en un estatus de vedette, pero yo por qué no le puedo pedir un autógrafo a Uribe, o a Mancuso o a Timochenko. Él es un actor más del teatro de la guerra.

Recuerdo también cuando los integrantes del bloque Tumaco se desmovilizaron en un pueblito que se llama Chachagüí, que es como el Melgar pastuso. La desmovilización se hizo en una especie de balneario o centro vacacional. Ellos tenían un quiosco al frente de la casa donde se quedaban los comandantes, y había alguien que cantaba mientras ellos comían pollo. Tenían también un perro que se llamaba Toro, al que le compraban un pollito asado para que comiera, mientras que todos los rasos trataban de hacer un fogón y un minisancocho con tres plátanos y un pedazo de costilla. Tenaz...

Estos, grosso modo, son más o menos cuatro años resumidos en historias. Fue una experiencia increíble poder vivir esto, poder entender de primera mano situaciones que lamentablemente los medios no van a mostrar. De igual manera es difícil, porque lo más jodido es el perdón, o la moral, o la Iglesia, o las buenas costumbres, el bien, el mal, lo ético, la resiliencia... Es que en los libros todo está muy bien, pero cuando uno va y mete la cara allá, es muy duro y difícil. 

Fue una experiencia que me tocó, y eso es lo más bonito, porque cuando uno ve arte es difícil que se sorprenda. Hay un montón de barreras y capas que, aunque las hagan los humanos, son muy artificiales. Cuando uno está ahí, no puede darle vueltas al asunto.

 
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